El contenido de la Biblia

La explicación anterior afirma cosas importantes, pero también deja otras sin responder. Porque si alguien pregunta «¿Qué es la Biblia?», aunque no lo manifieste expresamente, quiere saber algo más. Ante todo, quiere saber algo de lo que dice la Biblia.

De ahí la necesidad de completar la respuesta diciendo algo sobre el contenido de la Biblia.

Por Armando J. Levoratti

La Palabra de Dios es, ante todo, el relato de una historia que se extiende desde la creación del mundo hasta el fin de los tiempos. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, la Biblia proclama los hechos portentosos de Dios. A través de ella, Dios se revela como Señor, Padre y Salvador, a fin de liberar del pecado y de la muerte a la humanidad pecadora.

Esta historia comprende dos etapas. En la primera, Dios forma para sí un pueblo, eligiéndolo de entre todas las naciones, para hacer de él una nación santa, un pueblo sacerdotal y su posesión exclusiva (cf. Ex 19.3-6). La segunda está centrada y resumida plenamente en Jesucristo muerto y resucitado, que constituye la revelación definitiva de los designios de Dios.

A la luz de este relato bíblico, la historia humana se manifiesta en su verdadero sentido; es decir: no como el producto del azar o de un destino ciego, sino como un proceso que está en las manos de un Dios personal, de quien todo depende y que lo conduce todo según el plan que él mismo se había propuesto llevar a cabo. Y este plan consiste en unir bajo el mando de Cristo todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra (Ef 1.9-10).

En esta historia se sitúa, en primer lugar, el largo proceso de formación del Antiguo Testamento, paralelo a la vida del pueblo de Israel. Después de la muerte y la resurrección de Cristo, y por la acción del Espíritu Santo, nace la iglesia cristiana, y en ella se va formando progresivamente el Nuevo Testamento.

A continuación enumeramos brevemente las grandes etapas de esta historia milenaria.

La historia de los orígenes

El primer libro de la Biblia lleva el nombre de Génesis, palabra griega que significa «origen», que es el libro de los comienzos: comienzos del mundo, de la humanidad y del pueblo de Dios.

QUE ES LA BIBLIA PARTE II

En sus primeros capítulos (1─11), el Génesis presenta un vasto panorama de la historia humana, desde la creación del mundo hasta Abraham. Estos relatos ponen de manifiesto aspectos esenciales de la condición humana en el mundo.

Los seres humanos fueron creados «a imagen de Dios» (Gn 1.26-27). Pero al separarse de Dios por el pecado, la humanidad eligió para sí un camino de muerte. En el origen de esta rebeldía está la pretensión de «ser como Dios» (Gn 3.5), es decir: En vez de ordenar todas sus acciones de acuerdo con la voluntad divina, el primer hombre y la primera mujer se constituyeron a sí mismos en norma última de sus decisiones, usurpando el lugar que le corresponde exclusivamente a Dios.

El pecado rompió los lazos de amistad con Dios, y así entraron en el mundo el sufrimiento y la muerte. A su vez, la pérdida de la amistad divina trajo como consecuencia la ruptura entre Dios y el hombre, entre el hombre y la mujer, entre la especie humana y el resto de la creación.

Pero el pecado y el castigo no tienen la última palabra, porque Dios reconstruye misericordiosamente lo que la soberbia humana había destruido: Después del diluvio, la humanidad es reconstituida a partir del justo Noé; después de la dispersión de Babel, a través de la elección de Abraham.

Por eso, en el marco descrito por estos relatos se va a desarrollar la «historia de la salvación», es decir, la serie de acciones divinas destinadas a liberar a la humanidad del pecado y de la muerte. La humanidad pecadora ya no era capaz de salvarse a sí misma. Solo la gracia de Dios podía traer al mundo la salvación. De ahí que la historia relatada en la Biblia sea la historia de nuestra redención.

Los patriarcas

La historia de los patriarcas presenta la primera etapa en la formación del pueblo de Dios.

Dios vuelve a intervenir en la historia de este mundo, pero lo hace de un modo nuevo. Ya no actúa para condenar a los culpables o para dispersar a los seres humanos, sino para dar cumplimiento a su plan divino de salvación.

Abraham, el «padre de los creyentes», escucha la palabra de Dios y emprende un camino que lo arranca del pasado y lo proyecta hacia el futuro:

Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre, para ir a la tierra que yo te voy a mostrar. Con tus descendientes voy a formar una gran nación; voy a bendecirte...

(Gn 12.1-2).

El designio divino de salvación comienza humildemente, con un solo hombre —Abraham— y su familia. Pero desde el comienzo tiene una destinación universal, porque la elección de Abraham redundará al fin en beneficio de todas las naciones:

Con tus descendientes voy a formar una gran nación… Por medio de ti bendeciré a todas las familias del mundo (Gn 12.2-3; cf. 13.14-17; 15.5; 22.17-18).

Al leer a continuación los otros relatos del Génesis, donde el designio divino parece limitarse a algunas personas escogidas, es preciso no perder de vista el contenido de esta promesa.

Isaac, primero, y Jacob, después, fueron los herederos de la promesa divina (Gn 26.4; 28.13-15). José fue vendido por sus hermanos, pero gracias a él la familia de Jacob llegó a Egipto y se salvó de la hambruna. Así quedó preparado el escenario para la gran liberación que relata a continuación, en el libro del Éxodo.

El éxodo

El éxodo de Egipto constituye uno de los momentos más decisivos en la historia de la salvación. Dios se reveló a Moisés como el Dios de los padres y el Dios salvador, que oyó el clamor de su pueblo y decidió acudir en su ayuda. Le dio a conocer su nombre de YHVH y lo envió a presentarse ante el Faraón, rey de Egipto.

Luego de muchos contratiempos, los israelitas salieron de Egipto, y con ellos se fue muchísima gente de toda clase (Ex 12.38). Esta breve referencia es importante, porque nos da a entender que la unidad del pueblo de Dios no depende, ante todo, de un común origen racial.

QUE ES LA BIBLIA PARTE II

Después de la liberación viene la alianza. Al llegar al monte Sinaí, el Señor sale al encuentro de su pueblo y establece con él un pacto o alianza. Esta alianza no es un contrato bilateral, es decir, un convenio ordinario entre dos partes que han discutido sus términos antes de concluirla y firmarla. Es una disposición divina, que el Señor concede gratuitamente, por una libre iniciativa de su gracia.

Esta alianza hace del pueblo elegido un pueblo santo, puesto aparte por Dios y consagrado al servicio de Dios entre todos los pueblos de la tierra (Ex 19.3-8).

A continuación, el libro de Levítico dicta un conjunto de normas para el ejercicio del culto en Israel, el pueblo sacerdotal, consagrado al servicio del Señor.

La marcha por el desierto

(narrada especialmente en el libro de Números). En medio de las asperezas del desierto, en su marcha hacia la Tierra prometida, el pueblo padeció hambre y sed. La libertad se les hacía una carga demasiado pesada y sentían nostalgia de la esclavitud.

Al término de esta marcha, antes de pasar el Jordán, Moisés instruye por última vez a Israel, como lo recuerda el libro de Deuteronomio.

Josué

El libro que lleva el nombre de Josué, el sucesor de Moisés, celebra el asentamiento de las tribus hebreas en la Tierra prometida. Un simple vistazo libro nos hace ver que consta de tres partes: la conquista de Canaán (caps. 1─12), la distribución de los territorios conquistados (caps. 13─21) y la unidad de Israel fundada en la fe (caps. 22─24).

Después de cruzar el Jordán, los israelitas llegados del desierto encontraron a su paso ciudades fortificadas y carros de guerra. La conquista no fue una hazaña de los hombres sino una victoria del Señor. Por eso el relato adquiere por momentos los contornos de epopeya maravillosa: los muros de Jericó se derrumban, el sol se detiene, los cananeos son presa del pánico, porque es el Señor el que se pone al frente del pueblo y combate a favor de él. En estas «guerras de YHVH», el arca de la alianza era el símbolo de la presencia del Señor en medio de su pueblo.

El libro concluye con el relato de la alianza de Siquem. Josué rememora, ante la asamblea de los israelitas, las acciones que realizó el Dios de Israel en favor de su pueblo. Luego les propone una alianza, y esta queda sellada sobre una doble base: la fe común en YHVH y el reconocimiento de una misma ley (cap. 24).

El libro de los Jueces, que viene a continuación, nos dará una imagen un poco más matizada de este período histórico.

Los Jueces

Después de la muerte de Josué sobrevino para las tribus de Israel una etapa difícil: es la así llamada «época de los jueces», quienes no eran simples magistrados que administraban justicia, sino «caudillos», que el Señor fue levantando en los momentos de crisis, para liberar a su pueblo de la opresión. Cuando una o varias tribus israelitas se veían amenazadas por un ataque enemigo, estos caudillos —llenos del «espíritu del Señor»— se levantaron para combatir a los enemigos de su pueblo (cf. Jue 3.10; 11.29).

Las amenazas provenían de los pueblos vecinos de Israel. Poco después de la entrada de los israelitas en Canaán, tuvo lugar el asentamiento de los filisteos en la costa sur de Palestina (hacia el año 1175 a.C.). Estos se organizaron en cinco ciudades —la famosa Pentápolis filistea—, y por su poderío militar y su monopolio del hierro constituyeron un peligro constante para los israelitas. La hostilidad de los filisteos, sumada a la que provenía de los nativos del país (los cananeos) y de los pueblos vecinos (madianitas, moabitas, amonitas, etc.), llegó algunas veces a poner en peligro la existencia misma de las tribus hebreas.

Cuando se producía una de estas crisis, el Señor suscitaba un «juez» o caudillo, que obtenía para su pueblo una victoria más o menos resonante. Estos héroes actuaron en distintos lugares y en distintas épocas, y cada uno a su manera.

El «Cántico de Débora» (Jue 5) muestra muy bien cómo se encontraba el pueblo de Israel durante el período de los Jueces. El poema celebra la victoria de una coalición de tribus hebreas contra los cananeos, en la llanura de Jezreel. Según Jueces 5.14-17, seis de las tribus respondieron a la convocatoria hecha por Débora: Efraín, Benjamín, Maquir (Manasés), Zabulón, Isacar y Neftalí. En cambio, otras cuatro tribus —Rubén, Galaad (Gad), Dan y Aser—son recriminadas severamente por no haber socorrido a sus hermanos.

El libro de los Jueces pronuncia un juicio severo sobre la situación religiosa de Israel en aquel período. La asimilación de algunas costumbres cananeas introdujo prácticas religiosas contrarias al auténtico culto de YHVH. Estas prácticas estaban relacionadas con Baal, el dios cananeo de la fecundidad.

También es severo el juicio que se pronuncia sobre la falta de unidad y de organización política entre los grupos hebreos: Como en aquella época aún no había rey en Israel, cada cual hacía lo que le daba la gana (Jue 17.6; cf. 18.1; 19.1; 21.25).

En la etapa siguiente, la institución de la realeza vino a atemperar de algún modo aquel estado de anarquía.

Samuel y Saúl

Los libros de Samuel, que vienen a continuación, se refieren a este proceso de consolidación; uno de los momentos más importantes en la historia bíblica. Es la época en que Israel se constituyó como unidad política, al mando de un rey.

El primer libro de Samuel consta de tres secciones. Cada una de ellas gira en torno a uno o dos personajes centrales: Samuel (caps. 1─7), Samuel y Saúl (8─15), Saúl y David (16─31).

QUE ES LA BIBLIA PARTE III

La primera figura central es la de Samuel, el niño consagrado al Señor que llegó a ser profeta. El relato de la vocación de Samuel presenta tres elementos que aparecen en todos los relatos de llamamiento al profetismo: la iniciativa de YHVH, la comunicación del mensaje que deberá transmitir y la respuesta del que ha sido llamado (1 S 3; cf. Ex 3.1-12; Is 6; Jer 1.4-10; Ez 1─3).

Más tarde, el intento de organizar a las tribus israelitas bajo la forma de un estado monárquico comienza con Saúl. Él, como los antiguos jueces de Israel, fue el libertador elegido por Dios (1 S 10.1). El espíritu del Señor vino sobre él, y lo impulsó a emprender una guerra de liberación contra los amonitas (11.1-13). Y cuando regresó victorioso de su campaña libertadora, Saúl fue proclamado rey. Con esta proclamación, la realeza quedó instituida en Israel.

Muerte de Saúl y reinado de David

Después de narrar las primeras victorias de Saúl, la Biblia presenta dos trayectorias que siguen un curso contrario. El joven David, que se había puesto al servicio del rey Saúl, se fue ganando cada vez más el amor y la simpatía del pueblo (1 S 18.6-7). Este hecho despertó la envidia y el odio del rey, que comenzó a perseguirlo despiadadamente. Así comenzaron a contraponerse la carrera ascendente de David, que culminó con su elevación al trono, y la curva descendente de Saúl, que terminó en la derrota y en la muerte.

La muerte de Saúl dejó libre el camino a David, que primero fue proclamado rey de Judá (2 S 2.4), y más tarde, también fue reconocido como rey de Israel (2 S 5.1-3).

Un momento decisivo en la trayectoria histórica de David fue la conquista de Jerusalén. El rey convirtió a esa ciudad jebusea en capital de su reino (2 S 5.9-16) y también en centro religioso de todo Israel, ya que allí instaló el arca de la alianza (6.1-23).

El largo reinado de David no logró eliminar por completo el antagonismo entre el norte y el sur, de manera que la unidad de las tribus fue siempre precaria. A la muerte de David, en medio de las intrigas de la corte real, lo sucedió su hijo Salomón (1 R 1─2).

Los reyes de Israel y Judá después de David

Salomón llevó a cabo el proyecto que su padre no había podido realizar (1 R 8.17-21), y erigió un lugar de culto que tendría en el futuro una enorme importancia en la vida religiosa y cultural de Israel. La significación e importancia de dicho templo se pone de manifiesto, sobre todo, en la plegaria pronunciada por el rey durante la fiesta de la dedicación (1 R 8.23-53).

Pero no todo fue gloria y magnificencia en el reino de Salomón. La Biblia también deja entrever los aspectos negativos de su reinado, como fueron las concesiones hechas a la idolatría y las excesivas cargas impuestas al pueblo. Las construcciones llevadas a cabo por el rey exigían pesados tributos y una considerable cantidad de mano de obra. Para muchos israelitas, estos excesos traicionaban los ideales que habían dado su identidad y su razón de ser del pueblo de Dios (cf. 1 S 8), y un profundo descontento se extendió por el país, en especial, entre las tribus del norte. Como consecuencia de este malestar resurgieron los viejos antagonismos entre el norte y el sur (cf. 2 S 20.1-2), y así terminó por quebrantarse el intento de unificación llevado a cabo por David (cf. 2 S 2.4; 5.3).

Después de la muerte de Salomón, el reino davídico se dividió en dos estados independientes: Israel, al norte, y Judá, al sur; este último con Jerusalén como capital. El texto bíblico narra en qué circunstancias se produjo la separación y cómo el cisma político trajo consigo el cisma religioso (1 R 12). Luego presenta en forma paralela la historia de los dos reinos, que en muy pocas ocasiones lograron superar su antigua rivalidad.

Según los libros de los Reyes, la historia de Israel y de Judá, a lo largo de todo el período monárquico, fue una cadena ininterrumpida de pecados e infidelidades, y los principales responsables de esta situación fueron los mismos reyes. A ellos les correspondía gobernar al pueblo de Dios con sabiduría (cf. 1 R 3.9), pero, de hecho, hicieron todo lo contrario. Por eso no fue un hecho casual que Israel y Judá terminaran por caer derrotados y dejaran de existir como naciones independientes (2 R 17.6; 25.1-21).

Los profetas

En este contexto proclamaron su mensaje los más grandes profetas de Israel. Ellos vieron con extraordinaria lucidez el desorden que reinaba en la sociedad. El pueblo de Israel no era lo que Dios quería y esperaba de él. El Señor había formado y cuidado a su pueblo como el labrador planta y cultiva su viña, y esperaba de él buenos frutos. Pero sus esperanzas quedaron frustradas, porque la viña del Señor, en vez de dar buenos frutos, había producido uvas agrias (Is 5.1-7). El pecado de Israel estaba grabado «con punta de diamante» y con «cincel de hierro» en la piedra de su corazón (Jer 17.1). Pero como el Señor no quiere la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva (Ez 18.23), envió a sus servidores, los profetas, para llamarlo a la conversión.

Los profetas nunca dejaron de reconocer que el Señor había elegido a Israel. Pero esta elección divina, mucho más que un privilegio, era para ellos una responsabilidad. Ni el culto, ni el templo, ni la dinastía davídica, ni el recuerdo de las acciones pasadas de YHVH ofrecían ya una garantía incondicional y automática, porque el Señor ha dado a conocer…

…en qué consiste lo bueno y qué es lo que él espera de ti: que hagas justicia, que seas fiel y leal y que obedezcas humildemente a tu Dios (Miq 6.8).

También el profeta Amós ha expresado esta idea con toda claridad y precisión:

Solo a ustedes he escogido de entre todos los pueblos de la tierra. Por eso habré de pedirles cuentas de todas las maldades que han cometido (Am 3.2).

Otro tema central de la predicación profética es la fidelidad al culto de YHVH. Ese tema se encuentra, sobre todo, en Oseas, Jeremías y Ezequiel. Ellos denunciaron la idolatría en todas sus formas (cf., por ejemplo, Os 4.1-14; Jer 2.23-28) y, con tal finalidad, utilizaron ampliamente el simbolismo conyugal. Era preciso, por lo tanto, volver a la fidelidad perdida (Jer 2.1-3), antes que fuera demasiado tarde (Jer 4.1-4).

Los profetas condenaron también el orgullo y la ambición de las clases dirigentes, que no mostraban la menor preocupación por el destino de su pueblo. Según sus enseñanzas, la fidelidad al Señor debía manifestarse no solamente en la observancia de ciertas prácticas cultuales y religiosas, sino también, y sobre todo, en el ámbito de las relaciones sociales. Sin la práctica de la justicia, el culto puramente exterior era abominable para el Señor (Is 1.10-20; Am 5.21-24).

La caída de Jerusalén

QUE ES LA BIBLIA PARTE III

Los profetas anunciaron repetidamente que Jerusalén sería destruida y que sus habitantes caerían bajo la espada de sus enemigos, o serían llevados al exilio, si no se volvían al Señor de corazón. Pero ni el pueblo ni sus gobernantes prestaron oídos a la palabra del Señor, y aquellos anuncios se cumplieron. El ejército de Nabucodonosor, rey de Babilonia, sitió la ciudad santa, y esta no pudo resistir al asedio. Los invasores entraron en Jerusalén, la saquearon, incendiaron el templo, se llevaron sus tesoros y vasos sagrados, y deportaron al sector más representativo de la población (2 R 25.1-21; véase Salmos 74.4-9).

El exilio

Comparado con la historia de Israel en su conjunto, el período del exilio fue relativamente breve: unos sesenta años desde la primera deportación (2 R 25.18-21) hasta el edicto de Ciro (2 Cr 36.22-23). Sin embargo, fue uno de los más ricos y fecundos en la historia de la salvación. Los israelitas meditaron sobre la catástrofe que les había acontecido, y esperaron con impaciencia que el Señor volviera a intervenir una vez más en favor de su pueblo (cf. Sal 137). Una vez que se cumplió el término fijado por Dios (cf. Jer 29.10), los exiliados escucharon la voz de los profetas que les anunciaban el fin del cautiverio y una pronta liberación (cf. Is 40–55).

Cuando apareció en el escenario del Próximo Oriente antiguo un nuevo protagonista: Ciro, el rey de los persas, entonces los exiliados pudieron esperar su liberación y el fin de la catástrofe (cf. Is 40─55). Esta se realizó en el año 539 a.C., con la caída de Babilonia.

La vuelta del exilio

El edicto de Ciro (véase Esd 1.2-4; 6.3-5) autorizó a los deportados el regreso a Palestina. La primera caravana de repatriados llegó a Judá al mando de Sesbasar (Esd 1.5-11), que era una especie de alto comisario del imperio persa. Pero Sesbasar desapareció pronto de la escena y en lugar de él apareció Zorobabel. La reedificación del templo, que había empezado Zorobabel con mucho entusiasmo, se vio obstaculizada por las hostilidades de los samaritanos; pero estimulado por los profetas Hageo y Zacarías, puso de nuevo manos a la obra y en el año 515 a.C. el templo quedó terminado.

A partir del edicto de Ciro fueron llegando a Jerusalén sucesivas caravanas de repatriados. Muchos otros judíos, en cambio, prefirieron quedarse en la diáspora, donde habían prosperado económicamente, llegando a desempeñar, algunas veces, cargos de importancia como funcionarios del imperio persa (cf. Neh 2.1).

Con el paso del tiempo, la situación política, social y religiosa de Judea se fue deteriorando cada vez más.

Nehemías, que a pesar de ser judío era un alto dignatario en la corte del rey Artajerjes I, se enteró que la ciudad de Jerusalén aún se encontraba casi en ruinas y con sus puertas quemadas. Entonces solicitó y obtuvo ser nombrado gobernador de Judá para acudir en ayuda del pueblo, y en muy poco tiempo los muros de la ciudad fueron restaurados. Luego se dedicó a repoblar la ciudad santa, que estaba casi desierta, y tomó severas medidas en defensa de los más desvalidos y para reprimir algunos abusos (Neh 5.1-12), siendo él mismo el primero en dar el ejemplo (Neh 5.14-19). Un tiempo después volvió por segunda vez a Jerusalén y completó la reforma que había iniciado (Neh 10).

Esdras, un sacerdote y escriba que también había estado en Babilonia, desempeñó un papel igualmente importante en esta acción reformadora.

La diáspora

Como ya lo hemos recordado, muchos deportados a Babilonia renunciaron a volver a Palestina.

Más tarde, a estas colonias judías en territorio extranjero, se fueron sumando muchas otras, formadas por las olas sucesivas de judíos que emigraban de Palestina para probar fortuna en el exterior. De este modo, en el siglo 1 a.C., muchos emigrados judíos o los descendientes de ellos estaban diseminados por todas las regiones del mar Mediterráneo. Al conjunto de estas comunidades judías se le suele dar el nombre de «diáspora», palabra de origen griego que significa «dispersión» (cf. Stg 1.1; 1 P 1.1).

Por la influencia de estas comunidades de la diáspora, numerosos paganos se convirtieron al monoteísmo judío. Algunos aceptaban solamente algunos preceptos, y estos convertidos se llamaban «temerosos de Dios». Otros, más fervorosos, se sometían enteramente a la Ley mosaica y franqueaban la última etapa, sometiéndose a la circuncisión. Estos formaban el grupo de los «prosélitos». Según los Hechos de los Apóstoles, los primeros misioneros cristianos encontraron por todas partes «prosélitos» y «temerosos de Dios» (cf. Hch 2.11; 10.2; 13.16, 43).

El período intertestamentario

Entre el último de los libros del Antiguo Testamento y los escritos más antiguos del Nuevo, transcurre un período llamado «intertestamentario».

Para comprender mejor esta etapa es necesario recordar que en ella Israel vivió más que nunca de una promesa. Los que esperaban al Mesías tendían a representarse su reinado bajo aspectos puramente terrestres, como la conquista y la dominación de los pueblos paganos que tantas veces habían oprimido a Israel.

En este sentido se reinterpretaban los antiguos anuncios proféticos, como este de Amós:

`El día viene en que levantaré la caída choza de David. Taparé sus brechas, levantaré sus ruinas y la reconstruiré tal como fue en los tiempos pasados, para que lo que quede de Edom y de toda nación que me ha pertenecido vuelva a ser posesión de Israel’. El Señor ha dado su palabra, y la cumplirá (Am 9.11-12).

Esta perspectiva era la más corriente, aunque no exclusiva, en tiempos de Jesús.

Este articulo ha sido tomado de “Vive la Biblia”, sitio web de las Sociedades Bíblicas Unidas.